¿Por qué elegí esta ilustración?
Ilustracion: Georges de La Tour Magdalena Penitente 1625-1650 Metropolitan Museum Nueva York
¿Por qué elegi esta ilustración?
Una habitación a oscuras, una única fuente de luz, una gran figura que llena todo el cuadro. Una mujer sentada. Aún es joven, ni su rostro que apenas vemos, ni su cuello y escote, ni sus manos delatan todavía la huella destructiva del tiempo. Solo tres colores, los más antiguos, los que han acompañado a los humanos desde la remota prehistoria: el blanco, la luz, el rojo, la vida, el negro, la muerte.
Georges de La Tour (1593 – 1652), pintor lorenés, hijo de un albañil, casado con una mujer de la nobleza, con ínfulas de noble y odioso a sus vecinos, famosísimo en vida. Habitante del terrible siglo XVII, en una tierra disputada entre el Imperio y el rey de Francia. Georges de La Tour no existía, de su producción de casi quinientos cuadros, quedaron veintitrés originales. Georges de La Tour volverá existir a partir de 1932, cuando la Europa del siglo XX, que ya olvidaba lo que era la oscuridad pronto conocerá las tinieblas.
Los cuadros de Georges de La Tour no tienen título, es decir su título original se ha perdido y el que tienen es posterior al redescubrimiento del pintor. Volvamos al cuadro. ¿Esta mujer es María Magdalena? María Magdalena, santa muy popular en la Edad Media, fue un motivo muy repetido desde el Renacimiento, pues en un cuadro de temática religiosa es posible pintar a una hermosa mujer, poder exhibir ricos ropajes, desnudez femenina sin que hubiera censura. Magdalena a partir del Renacimiento es casi siempre rubia, de larga y rizada cabellera. Incluso o sobre todo, cuando de trata de Magdalena penitente, es posible apreciar la sensualidad del personaje. María Magdalena siempre fue una santa incómoda, ambigua, turbadora. No era virgen, no era esposa, no era madre, pero es una de las valientes mujeres que asiste a la Crucifixión y el primer testigo de la Resurrección. La Iglesia no tuvo más remedio que tolerarla.
Magdalena está sola en una habitación despojada como una celda, mira hacia el espejo aunque no vemos su reflejo ¿se ve ella misma? Quizá se mira por última vez. Quizá nunca más volverá a ver su rostro iluminado intensamente por la única fuente luz, ese candelabro con esa vela lujosa de cera, en ese espejo de marco tallado. Ha dejado el collar de perlas sobre la mesa, las perlas que en el siglo XVII indican liviandad, se asocian con las cortesanas y la prostitución. En el suelo hay otras joyas. Magdalena se está despidiendo, en silencio, en soledad absoluta. Pero Magdalena aún es quien ha sido, la mujer que ha conocido el placer y la libertad. Aún calza lujosamente y su falda roja como los zapatos es de rico tejido. Ese color rojo que lleva siglos tiñendo los vestidos de novia, los vestidos de fiesta, los vestidos de las prostitutas. Es cierto que lleva una sencilla camisa, la camisa es esa época una prenda interior, pero su larga melena, no rubia ni rizada, sino oscura y lisa, está cepillada como la de una dama de la época Heian. Y en otras o posterioresversiones, Magdalena, que ya ha renunciado, que ya no se ilumina con velas sino con candiles de aceite, que ya es penitente, mantendrá esa lisa y perfecta cabellera de dama japonesa.
Un universo casi monócromo, una austeridad total, habitaciones despojadas, personas humildes, nada bellas, unos volúmenes geométricos, incluso en los rostros. El ser humano solo, ante sí mismo, a la luz de una vela, de un candil, de una llama. En nuestro mundo de hoy hace mucho que perdimos la oscuridad. No podemos imaginar lo que es vivir solo a la luz de día, que luminarias como candiles, velas, antorchas, solo eran algo para hacer el tránsito a la noche, a la oscuridad total. Dije más arriba que cuando se redescubrió a Georges de La Tour en 1932 Europa estaba a punto de recordar las tinieblas. No las tinieblas metafóricas de vivir una era de guerra como la que vivió el pintor, sino las reales. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de las ciudades europeas bajo la amenaza de la destrucción de los bombardeos aéreos, volvieron a ser lo que habían sido durante siglos: lugares de oscuridad, incertidumbre y miedo.
Magdalena, seria, sola en esa habitación desnuda, con los restos de su pasado, con el espejo que el que no se volverá a mirar, rozando con sus dedos el cráneo amarillento de frente huidiza que tiene en el regazo pero al que no mira todavía. Magdalena es la imagen de la melancolía, muy parecida a la deDomenico Fetti, contemporánea suya. La melancolía de quien sabe que no volverá a haber amores, ni fiestas, ni alegría, ni belleza, porque todo es pasajero. Cuando Magdalena apague esa vela y se haga la oscuridad total en la habitación para el sueño de la noche, ese sueño será el hermano de la muerte que están acariciando sus dedos.
lunes, 30 de diciembre de 2013
El valor de la mujer en el misterio salvífico de la Encarnación del Hijo de Dios, tiene una nueva representante, Ana, la profetisa, quien como dice Lucas 2, 36-40 en el Evangelio de hoy 30-12-2013 ":Ana trajo esta ofrenda como mujer, después que Simeón lo había hecho como hombre. Así, observamos que los dos sexos, juntos e individualmente, son llamados a glorificar al Dios de Israel..No era su mujer, sin embargo. Su relación era intensamente espiritual, que trasciende toda diferencia de sexos. Se había casado, ya hacía sesenta años, y vivió siete años con su marido. No se nos dice qué fue de él, y ella no se había casado otra vez. Se hallaba recluida en el Templo, guardando y sirviendo en él de día y de noche, con ayunos y oraciones. Su vida debió ser de genuina piedad, y tenía que haber oído de Simeón que el Cristo había de venir antes de su muerte....Ana representaba a los profetas.Su testimonio en el Templo fue la última voz de la profecía que se oyó. La profecía había cumplido su cometido. Juan, el heraldo del Señor, estaba esperando a la puerta.
Ana, la profetisa
"En ese momento se presentó ella, y comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios y a hablar de él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén" (Lucas 2:38).
Léase Lucas 2:36-38
Toda la gloria del nacimiento de Jesús se concentró sobre el antiguo reino de Judá. Tanto José comoMaría descendían de la tribu de Judá. Elisabet vivía en Judá y allí nació Juan. Belén pertenece a Judá.
Sin embargo, Jesús vino para todo Israel, y más que para Israel, para ser luz a los gentiles. Los magos vinieron como representantes de los países paganos, para rendir tributo al nuevo Rey. Y Ana, la profetisa del Templo, vino a confesar la esperanza de sus padres por parte de Israel, que se hallaba fuera de los dominios propios de Judá. No descendía de la tribu de Judá. Era hija de Fanuel, de la tribu de Aser. La tribu de Aser estaba situada en las tribus dispersas. Por eso su cargo en el Templo tenía significancia especial. Bajo Joroboam, las Diez Tribus se habían emancipado de la casa de David, y durante los siglos, habían seguido rechazando el Mesías de Israel y el Dios del Pacto. Ahora vemos que Ana aparece en el Templo, junto a la figura de Simeón, para saludar al Rey de la Casa de David. Parece como si Ana viniera a llamarle a que fuera al Lago de Genezaret y a la despreciada Galilea, a fin de que pudiera recoger un pueblo rebelde a su Reino.
Simeón y Ana eran los dos ancianos. Ana tenía ochenta y cuatro años. No representaba pues, ni tampoco Simeón, a la nueva generación. No pertenecían al círculo del cual el Señor escogió sus discípulos, ni al grupo del que escogió a María y Marta. Al contrario, pertenecían a Israel que moría. Ana extendió la palma de honor a Cristo, no como representante del pasado, sino del futuro. Parece como si viniera a ofrecerle la acción de gracias de cuarenta generaciones a los pies de Jesús, antes de morir.
Ana trajo esta ofrenda como mujer, después que Simeón lo había hecho como hombre. Así, observamos que los dos sexos, juntos e individualmente, son llamados a glorificar al Dios de Israel. Junto a Abraham hallamos a Sara, junto a Barac a Débora, junto a Moisés a Sípora. Y a Ana, de Aser, junto a Simeón. No era su mujer, sin embargo. Su relación era intensamente espiritual, que trasciende toda diferencia de sexos. Se había casado, ya hacía sesenta años, y vivió siete años con su marido. No se nos dice qué fue de él, y ella no se había casado otra vez. Se hallaba recluida en el Templo, guardando y sirviendo en él de día y de noche, con ayunos y oraciones. Su vida debió ser de genuina piedad, y tenía que haber oído de Simeón que el Cristo había de venir antes de su muerte.
Además de lo dicho, era profetisa, y queda incluida en la larga serie de los que habían sido heraldos del Profeta y Maestro venidero a lo largo de los siglos. Cristo representaba a una tribu de reyes. Zacarías y Elisabet a una tribu de sacerdotes. Ana representaba a los profetas. Esta última profetisa viene a confirmar lo que habían anunciado los que la habían precedido, especialmente Isaías y Malaquías. No sólo confesó a Cristo, sino que "comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios y a hablar de él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén.»
Su testimonio en el Templo fue la última voz de la profecía que se oyó. La profecía había cumplido su cometido. Juan, el heraldo del Señor, estaba esperando a la puerta.
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