¿Por qué elegí esta ilustración?
Ilustracion: Georges de La Tour Magdalena Penitente 1625-1650 Metropolitan Museum Nueva York
¿Por qué elegi esta ilustración?
Una habitación a oscuras, una única fuente de luz, una gran figura que llena todo el cuadro. Una mujer sentada. Aún es joven, ni su rostro que apenas vemos, ni su cuello y escote, ni sus manos delatan todavía la huella destructiva del tiempo. Solo tres colores, los más antiguos, los que han acompañado a los humanos desde la remota prehistoria: el blanco, la luz, el rojo, la vida, el negro, la muerte.
Georges de La Tour (1593 – 1652), pintor lorenés, hijo de un albañil, casado con una mujer de la nobleza, con ínfulas de noble y odioso a sus vecinos, famosísimo en vida. Habitante del terrible siglo XVII, en una tierra disputada entre el Imperio y el rey de Francia. Georges de La Tour no existía, de su producción de casi quinientos cuadros, quedaron veintitrés originales. Georges de La Tour volverá existir a partir de 1932, cuando la Europa del siglo XX, que ya olvidaba lo que era la oscuridad pronto conocerá las tinieblas.
Los cuadros de Georges de La Tour no tienen título, es decir su título original se ha perdido y el que tienen es posterior al redescubrimiento del pintor. Volvamos al cuadro. ¿Esta mujer es María Magdalena? María Magdalena, santa muy popular en la Edad Media, fue un motivo muy repetido desde el Renacimiento, pues en un cuadro de temática religiosa es posible pintar a una hermosa mujer, poder exhibir ricos ropajes, desnudez femenina sin que hubiera censura. Magdalena a partir del Renacimiento es casi siempre rubia, de larga y rizada cabellera. Incluso o sobre todo, cuando de trata de Magdalena penitente, es posible apreciar la sensualidad del personaje. María Magdalena siempre fue una santa incómoda, ambigua, turbadora. No era virgen, no era esposa, no era madre, pero es una de las valientes mujeres que asiste a la Crucifixión y el primer testigo de la Resurrección. La Iglesia no tuvo más remedio que tolerarla.
Magdalena está sola en una habitación despojada como una celda, mira hacia el espejo aunque no vemos su reflejo ¿se ve ella misma? Quizá se mira por última vez. Quizá nunca más volverá a ver su rostro iluminado intensamente por la única fuente luz, ese candelabro con esa vela lujosa de cera, en ese espejo de marco tallado. Ha dejado el collar de perlas sobre la mesa, las perlas que en el siglo XVII indican liviandad, se asocian con las cortesanas y la prostitución. En el suelo hay otras joyas. Magdalena se está despidiendo, en silencio, en soledad absoluta. Pero Magdalena aún es quien ha sido, la mujer que ha conocido el placer y la libertad. Aún calza lujosamente y su falda roja como los zapatos es de rico tejido. Ese color rojo que lleva siglos tiñendo los vestidos de novia, los vestidos de fiesta, los vestidos de las prostitutas. Es cierto que lleva una sencilla camisa, la camisa es esa época una prenda interior, pero su larga melena, no rubia ni rizada, sino oscura y lisa, está cepillada como la de una dama de la época Heian. Y en otras o posterioresversiones, Magdalena, que ya ha renunciado, que ya no se ilumina con velas sino con candiles de aceite, que ya es penitente, mantendrá esa lisa y perfecta cabellera de dama japonesa.
Un universo casi monócromo, una austeridad total, habitaciones despojadas, personas humildes, nada bellas, unos volúmenes geométricos, incluso en los rostros. El ser humano solo, ante sí mismo, a la luz de una vela, de un candil, de una llama. En nuestro mundo de hoy hace mucho que perdimos la oscuridad. No podemos imaginar lo que es vivir solo a la luz de día, que luminarias como candiles, velas, antorchas, solo eran algo para hacer el tránsito a la noche, a la oscuridad total. Dije más arriba que cuando se redescubrió a Georges de La Tour en 1932 Europa estaba a punto de recordar las tinieblas. No las tinieblas metafóricas de vivir una era de guerra como la que vivió el pintor, sino las reales. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de las ciudades europeas bajo la amenaza de la destrucción de los bombardeos aéreos, volvieron a ser lo que habían sido durante siglos: lugares de oscuridad, incertidumbre y miedo.
Magdalena, seria, sola en esa habitación desnuda, con los restos de su pasado, con el espejo que el que no se volverá a mirar, rozando con sus dedos el cráneo amarillento de frente huidiza que tiene en el regazo pero al que no mira todavía. Magdalena es la imagen de la melancolía, muy parecida a la deDomenico Fetti, contemporánea suya. La melancolía de quien sabe que no volverá a haber amores, ni fiestas, ni alegría, ni belleza, porque todo es pasajero. Cuando Magdalena apague esa vela y se haga la oscuridad total en la habitación para el sueño de la noche, ese sueño será el hermano de la muerte que están acariciando sus dedos.
lunes, 14 de noviembre de 2011
El amor maternal al paredón
El amor maternal al paredón
El Carabobeño, Lectura Dominical
13 de noviembre del 2011 pág.1
Adrián Liberman L. / Psicólogo
La asociación entre maternidad y amor está fuertemente imbricada en la cultura y sus instituciones. Desde el folklore a la iconografía, la maternidad es un ejercicio que conduce al éxtasis, como el de las Madonnas de los retablos renacentistas, o al sacrificio altruista de los cuentos infantiles.
Sin embargo, estudios clásicos del psicoanálisis, como los de Arnaldo Rascovsky sobre el filicidio (cuando un padre o madre atenta contra la vida de un hijo) vienen a introducir un matiz de duda sobre la inevitabilidad de esta asociación.
Recordemos que el psicoanálisis es un discurso deconstructivo. En los 120 años de existencia que lleva constituyéndose en una teoría de la mente y una técnica para modificar el sufrimiento humano, ha tenido profunda influencia en el cuestionamiento de premisas que eran tenidas como verdades per se. No sólo demostró que la razón no es la dueña de casa, sino que ha puesto en tela de juicio instituciones humanas como la sexualidad, la educación, y, en el caso que nos ocupa hoy, la maternidad.
Este abordaje alude a la maternidad y el amor de la madre. Aunque la intención no es establecer ideas acabadas, definitivas, sino algunos cuestionamientos sobre el tema para que en la discusión ulterior se clarifiquen y refinen.
Por ejemplo, en la cultura occidental, para la mujer la maternidad es un momento de realización plena de la femineidad. Ser madre materializa las fantasías edípicas y las tramas identificatorias que le hicieron en algún momento desear un hijo del padre.
En este sentido, este estado es la recreación de la relación primaria, el vínculo con el hijo es exclusivo, supone una prolongación de sí misma y la concreción de un amor narcisísticamente pulsante desde su devenir edìpico.
Y si así fuera, ¿cómo explicarse entonces el aumento exponencial de las patologías del desamparo en el hemisferio occidental? ¿O cómo comprender a una buena parte de nuestra sociedad que se conduce como un conjunto de huérfanos funcionales? ¿Será irrebatible el aserto acerca del amor maternal, como un sentimiento a toda prueba?
¿Será entonces indiscutible que la maternidad y el amor van siempre de la mano?
Comenzaré citando a la socióloga Elisabeth Badinter, que sostiene que el discurso psicoanalítico ha influido en el desplazamiento de la autoridad paterna al amor maternal como viga maestra de las familias occidentales.
Y es que la comprensión psicoanalítica de las experiencias tempranas y su lugar en la construcción de la subjetividad produjo que la maternidad y su ejercicio adquirieran un valor espacial en la psicopatología, la educación y otras áreas.
¿Un ejercicio innato o cultural?
El concepto de madre suficientemente buena, acuñado por el psicoanalista inglés Winnicott y usado por otros analistas, resume la importancia que la maternidad tiene en la constitución de la personalidad. Del alcance o no de esta cualidad, se desprende un gran número de consecuencias. Pasemos lista apretadamente a alguna de ellas, consecución de la confianza básica, logro de la autonomía del self -sicología del sí mismo-, entrada en el orden simbólico, consecución de un self verdadero, abandono de la simbiosis, logro de una identidad vigorosa espontánea y creadora. Lo anterior es un condensado que sintetiza afirmaciones de autores como Balint, Winnicott, Dolto, Mahler, Erikson, Jacobson y otros.
No es nada nuevo lo que se plantea sobre lo que el ejercicio de la función materna y sus vicisitudes tiene en el psiquismo de los hijos. Esta tarea, compleja, central, ¿es asumida siempre con gozo y placer?
Existe un discurso en la sociedad occidental, cuyas observaciones más reveladoras se alcanzan en los trabajos de J. J. Rousseau que así lo afirma. Y una parte del discurso psicoanalítico, al menos el de los trabajos pioneros de Sigmund y Anna Freud, Melanie Klein, Dorothy Burlingham que así lo refrendan.
Aquí topamos con un problema metodológico, porque la casuística psicoanalítica siempre es reducida en número respecto a la población en general.
Sin embargo, es plausible interrogar el ejercicio de la maternidad y si éste aparece indisolublemente ligado al amor. Hay quienes dan entender que la función materna es una actividad muchas veces sentida como fuente de sentimientos muy distintos al amor, como las investigaciones de Badinter, como de Nancy Chodorow, ambas sociólogas.
Por ejemplo, la progresiva disociación de la razón reproductiva de la razón sexual, ha introducido crecientemente que muchas mujeres no piensen en la maternidad como ningún pináculo de su identidad femenina.
De manera creciente nos topamos con mujeres que sienten la maternidad como el peso indeseado de un ideal de las generaciones anteriores, pero para nada un deseo personal.
Una vez más desde la sociología, autores como Parsons y las autoras mencionadas aportan datos para entender que cada vez más, las mujeres sienten el ejercicio de la maternidad como una alienación.
La viven como la perpetuación de un esquema de división del trabajo injusto y como una resignación de aspiraciones intelectuales y económicas a favor de los hombres.
Laing y Cooper, más cercanos al psicoanálisis usan estos señalamientos para explicar que la familia y los roles parentales reproducen aspectos alienantes.
Encarado de esta forma la función materna puede ser sentida como el ejercicio de una función que perpetúa la sumisión de la mujer, o la exigencia de una doble jornada, es decir el trabajo más el cuidado de los niños. O peor aún, como un mandato de asumir la pasividad y la dependencia como características señeras de la femineidad.
Como consecuencia, este concepto será rechazado por unas, o fuente de ambivalencia para otras. El hijo, sus demandas y el costo de atenderlas puede despertar en la mujer sentimientos de un orden muy distinto al del amor.
Si la maternidad es un instinto, así como una determinación, no cabe la posibilidad de cuestionarla por parte de las mujeres, a menos que esto sea síntoma de un importante conflicto.
Aquí vale la pena, detenerse un momento para hacer una escueta observación de un problema: cuando un analista escucha a una mujer hablando de no desear ser madre, o de los sentimientos ambivalentes que el ejercicio de la misma le despiertan, ¿está en presencia de un signo patognomónico de una patología?
Es frecuente el deslizamiento más o menos inconciente de las categorías clínicas para comprender o perpetuar ciertas formas de organización cultural. El psicoanálisis, o al menos algunos analistas, no han podido escapar al deslizamiento de las categorías clínicas para hacerlas marcadores de expresiones sociales. En este desliz es donde han surgido corrientes críticas como la antipsiquiatría.
Sin embargo, a este supuesto destino de las pulsiones femeninas, se le contrapone un número creciente de mujeres que no desean ser madres, y que no lo viven como señal de un déficit, de una falla en su proceso de identificación de género. Prueba de ello está en la elevación de la edad a la que tienen el primer hijo en muchos países de occidente.
Poner la mirada en las patologías
La insistencia de poner la mirada en el aumento en las patologías del desamparo, se hace inminente ante un importante fenómeno acerca de la existencia de madres que experimentan hacia sus hijos cosas como el odio o el fastidio permanente, o que los agreden en forma sistemática.
Una lectura de este fenómeno consiste en pensarlo como una denuncia de una situación de inequidad, como un volcamiento hacia el hombre, para que ayude en el reparto de las cargas en el desempeño de esta función.
Algunos efectos de esto se ven, cuando ya no es tan raro hallar familias donde el padre es el que da el tetero, mientras la mujer se encarga de reparaciones, por ejemplo. Pero en el fondo este movimiento puede tener algunas consecuencias no tan brillantes. Una indiferenciación progresiva entre padre y madre puede hacer ruido en el escenario de la identificación de género que el niño debe lograr.
Y esto se hace solamente como efecto del complejo de Edipo, que es una situación conflictiva y asimétrica. Si papá encarna indistintamente la Ley y el Amor maternal, ¿cómo superará el niño la bisexualidad infantil?
Habrá quienes vean en esta indiferenciación de funciones la palanca necesaria para refundar un nuevo orden sexual y familiar. Otros lo pensarán como la posibilidad ominosa de un porvenir de psicosis y sufrimiento.
Incluso el escenario de las nuevas tecnologías reproductivas, en las cuales las familias homosexuadas y sus variaciones son solo cosa de tiempo para que sean moneda común, replantea incógnitas acerca de las funciones parentales y sus particularidades.
En todo caso, el amor maternal no es una certeza. No pertenece al orden de las verdades inamovibles. Es un sentimiento, por tanto contingente, sujeto a variaciones o capaz de estar ausente por completo. El amor maternal puede privilegiar a un hijo, o darse y retirarse en determinados momentos. Va a depender de cada mujer y de su historia. Va a estar asociado a las maneras en que la maternidad fue valorada o no por cada una, sus modalidades de expresión reclaman un sentido que varía hasta el infinito.
Su existencia es una probabilidad, no la manifestación incontestable de un "eterno femenino".
Pero como sentimiento, como fenómeno del orden de la subjetividad, como representante de las diversas fuerzas pulsionales que habitan en cada quien, puede ser enriquecido por la comprensión que el psicoanálisis y su método pueden aportar.
Y se nos ha permitido entonces perseverar en el esfuerzo por iluminar los aspectos problemáticos de ser humanos.
Las luces, solo se curan con más luces...
MUJERES BAJO LA LUPA
Las mujeres que no quieren ser madres tienen las siguientes características:
Son mujeres exitosas o en vías de serlo que no tienen tiempo ni deseo de ser madres.
Tuvieron una infancia complicada y vivieron una mala relación entre sus padres, por lo que son incapaces de tener una pareja estable.
No tuvieron oportunidad de identificarse positivamente con su propia madre y está bloqueado ese instinto desde el punto de vista psicológico.
La doctora Aminta Parra, psicóoga y sexóloga, en su papel de trabajo "la lucha femenina: ser mujer o ser persona", también describe otro grupo de féminas que no pudieron ser madres: "Aquellas que por su tren de vida, lo pospusieron. Ellas han tenido además una excelente relación de pareja, pero cuando ambas partes tomaron la decisión de tener hijos, fue demasiado tarde, porque la edad biológica de la mujer ya no fue la oportuna".
Hay dos motivos fundamentales para negarse a ser madres: porque no lo desean en vías de su superación personal y por sus dificultades personales.
En el primer caso es una decisión personal, donde la mujer rompe con los estereotipos tradicionales y antepone sus propios principios. Se trata de mujeres centradas en sus propios intereses que bloquearon el instinto materno.
El segundo grupo contempla a mujeres con poco amor hacia sí mismas y que padecieron una infancia difícil con ausencia de afecto por parte de su madre o el ambiente familiar que vivieron fue de hostilidad y pocas muestras afectivas en las relaciones interpersonales entre los miembros de su familia: "En su fuero interno tienen terror a repetir la historia y por esta razón toman la decisión de no ser madres."
"La maternidad es una opción gratificante para las mujeres, pero si se opta por no tenerla y se tiene bases psicológicas sólidas para tomar esta decisión, lo más probable es que en el futuro no cause mayores conflictos y se tenga la oportunidad de realizar la maternidad de forma simbólica con sobrinos o parientes cercanos o amistades. En cambio cuando se trata de mujeres que basan esta importante decisión por sus miedos internos, a veces no conocidos, es probable que experimenten en un futuro próximo mucha culpabilidad y frustración. En este caso una opción es acudir con un especialista para analizar la forma y el fondo del problema", concluyó.
Fuente: Papeles de trabajo de Unidad de Terapia y Educación Sexual UTES.
La asociación entre maternidad y amor está fuertemente imbricada en la cultura y sus instituciones. Desde el folklore a la iconografía, la maternidad es un ejercicio que conduce al éxtasis, como el de las Madonnas de los retablos renacentistas, o al sacrificio altruista de los cuentos infantiles.
Sin embargo, estudios clásicos del psicoanálisis, como los de Arnaldo Rascovsky sobre el filicidio (cuando un padre o madre atenta contra la vida de un hijo) vienen a introducir un matiz de duda sobre la inevitabilidad de esta asociación.
Recordemos que el psicoanálisis es un discurso deconstructivo. En los 120 años de existencia que lleva constituyéndose en una teoría de la mente y una técnica para modificar el sufrimiento humano, ha tenido profunda influencia en el cuestionamiento de premisas que eran tenidas como verdades per se. No sólo demostró que la razón no es la dueña de casa, sino que ha puesto en tela de juicio instituciones humanas como la sexualidad, la educación, y, en el caso que nos ocupa hoy, la maternidad.
Este abordaje alude a la maternidad y el amor de la madre. Aunque la intención no es establecer ideas acabadas, definitivas, sino algunos cuestionamientos sobre el tema para que en la discusión ulterior se clarifiquen y refinen.
Por ejemplo, en la cultura occidental, para la mujer la maternidad es un momento de realización plena de la femineidad. Ser madre materializa las fantasías edípicas y las tramas identificatorias que le hicieron en algún momento desear un hijo del padre.
En este sentido, este estado es la recreación de la relación primaria, el vínculo con el hijo es exclusivo, supone una prolongación de sí misma y la concreción de un amor narcisísticamente pulsante desde su devenir edìpico.
Y si así fuera, ¿cómo explicarse entonces el aumento exponencial de las patologías del desamparo en el hemisferio occidental? ¿O cómo comprender a una buena parte de nuestra sociedad que se conduce como un conjunto de huérfanos funcionales? ¿Será irrebatible el aserto acerca del amor maternal, como un sentimiento a toda prueba?
¿Será entonces indiscutible que la maternidad y el amor van siempre de la mano?
Comenzaré citando a la socióloga Elisabeth Badinter, que sostiene que el discurso psicoanalítico ha influido en el desplazamiento de la autoridad paterna al amor maternal como viga maestra de las familias occidentales.
Y es que la comprensión psicoanalítica de las experiencias tempranas y su lugar en la construcción de la subjetividad produjo que la maternidad y su ejercicio adquirieran un valor espacial en la psicopatología, la educación y otras áreas.
¿Un ejercicio innato o cultural?
El concepto de madre suficientemente buena, acuñado por el psicoanalista inglés Winnicott y usado por otros analistas, resume la importancia que la maternidad tiene en la constitución de la personalidad. Del alcance o no de esta cualidad, se desprende un gran número de consecuencias. Pasemos lista apretadamente a alguna de ellas, consecución de la confianza básica, logro de la autonomía del self -sicología del sí mismo-, entrada en el orden simbólico, consecución de un self verdadero, abandono de la simbiosis, logro de una identidad vigorosa espontánea y creadora. Lo anterior es un condensado que sintetiza afirmaciones de autores como Balint, Winnicott, Dolto, Mahler, Erikson, Jacobson y otros.
No es nada nuevo lo que se plantea sobre lo que el ejercicio de la función materna y sus vicisitudes tiene en el psiquismo de los hijos. Esta tarea, compleja, central, ¿es asumida siempre con gozo y placer?
Existe un discurso en la sociedad occidental, cuyas observaciones más reveladoras se alcanzan en los trabajos de J. J. Rousseau que así lo afirma. Y una parte del discurso psicoanalítico, al menos el de los trabajos pioneros de Sigmund y Anna Freud, Melanie Klein, Dorothy Burlingham que así lo refrendan.
Aquí topamos con un problema metodológico, porque la casuística psicoanalítica siempre es reducida en número respecto a la población en general.
Sin embargo, es plausible interrogar el ejercicio de la maternidad y si éste aparece indisolublemente ligado al amor. Hay quienes dan entender que la función materna es una actividad muchas veces sentida como fuente de sentimientos muy distintos al amor, como las investigaciones de Badinter, como de Nancy Chodorow, ambas sociólogas.
Por ejemplo, la progresiva disociación de la razón reproductiva de la razón sexual, ha introducido crecientemente que muchas mujeres no piensen en la maternidad como ningún pináculo de su identidad femenina.
De manera creciente nos topamos con mujeres que sienten la maternidad como el peso indeseado de un ideal de las generaciones anteriores, pero para nada un deseo personal.
Una vez más desde la sociología, autores como Parsons y las autoras mencionadas aportan datos para entender que cada vez más, las mujeres sienten el ejercicio de la maternidad como una alienación.
La viven como la perpetuación de un esquema de división del trabajo injusto y como una resignación de aspiraciones intelectuales y económicas a favor de los hombres.
Laing y Cooper, más cercanos al psicoanálisis usan estos señalamientos para explicar que la familia y los roles parentales reproducen aspectos alienantes.
Encarado de esta forma la función materna puede ser sentida como el ejercicio de una función que perpetúa la sumisión de la mujer, o la exigencia de una doble jornada, es decir el trabajo más el cuidado de los niños. O peor aún, como un mandato de asumir la pasividad y la dependencia como características señeras de la femineidad.
Como consecuencia, este concepto será rechazado por unas, o fuente de ambivalencia para otras. El hijo, sus demandas y el costo de atenderlas puede despertar en la mujer sentimientos de un orden muy distinto al del amor.
Si la maternidad es un instinto, así como una determinación, no cabe la posibilidad de cuestionarla por parte de las mujeres, a menos que esto sea síntoma de un importante conflicto.
Aquí vale la pena, detenerse un momento para hacer una escueta observación de un problema: cuando un analista escucha a una mujer hablando de no desear ser madre, o de los sentimientos ambivalentes que el ejercicio de la misma le despiertan, ¿está en presencia de un signo patognomónico de una patología?
Es frecuente el deslizamiento más o menos inconciente de las categorías clínicas para comprender o perpetuar ciertas formas de organización cultural. El psicoanálisis, o al menos algunos analistas, no han podido escapar al deslizamiento de las categorías clínicas para hacerlas marcadores de expresiones sociales. En este desliz es donde han surgido corrientes críticas como la antipsiquiatría.
Sin embargo, a este supuesto destino de las pulsiones femeninas, se le contrapone un número creciente de mujeres que no desean ser madres, y que no lo viven como señal de un déficit, de una falla en su proceso de identificación de género. Prueba de ello está en la elevación de la edad a la que tienen el primer hijo en muchos países de occidente.
Poner la mirada en las patologías
La insistencia de poner la mirada en el aumento en las patologías del desamparo, se hace inminente ante un importante fenómeno acerca de la existencia de madres que experimentan hacia sus hijos cosas como el odio o el fastidio permanente, o que los agreden en forma sistemática.
Una lectura de este fenómeno consiste en pensarlo como una denuncia de una situación de inequidad, como un volcamiento hacia el hombre, para que ayude en el reparto de las cargas en el desempeño de esta función.
Algunos efectos de esto se ven, cuando ya no es tan raro hallar familias donde el padre es el que da el tetero, mientras la mujer se encarga de reparaciones, por ejemplo. Pero en el fondo este movimiento puede tener algunas consecuencias no tan brillantes. Una indiferenciación progresiva entre padre y madre puede hacer ruido en el escenario de la identificación de género que el niño debe lograr.
Y esto se hace solamente como efecto del complejo de Edipo, que es una situación conflictiva y asimétrica. Si papá encarna indistintamente la Ley y el Amor maternal, ¿cómo superará el niño la bisexualidad infantil?
Habrá quienes vean en esta indiferenciación de funciones la palanca necesaria para refundar un nuevo orden sexual y familiar. Otros lo pensarán como la posibilidad ominosa de un porvenir de psicosis y sufrimiento.
Incluso el escenario de las nuevas tecnologías reproductivas, en las cuales las familias homosexuadas y sus variaciones son solo cosa de tiempo para que sean moneda común, replantea incógnitas acerca de las funciones parentales y sus particularidades.
En todo caso, el amor maternal no es una certeza. No pertenece al orden de las verdades inamovibles. Es un sentimiento, por tanto contingente, sujeto a variaciones o capaz de estar ausente por completo. El amor maternal puede privilegiar a un hijo, o darse y retirarse en determinados momentos. Va a depender de cada mujer y de su historia. Va a estar asociado a las maneras en que la maternidad fue valorada o no por cada una, sus modalidades de expresión reclaman un sentido que varía hasta el infinito.
Su existencia es una probabilidad, no la manifestación incontestable de un "eterno femenino".
Pero como sentimiento, como fenómeno del orden de la subjetividad, como representante de las diversas fuerzas pulsionales que habitan en cada quien, puede ser enriquecido por la comprensión que el psicoanálisis y su método pueden aportar.
Y se nos ha permitido entonces perseverar en el esfuerzo por iluminar los aspectos problemáticos de ser humanos.
Las luces, solo se curan con más luces...
MUJERES BAJO LA LUPA
Las mujeres que no quieren ser madres tienen las siguientes características:
Son mujeres exitosas o en vías de serlo que no tienen tiempo ni deseo de ser madres.
Tuvieron una infancia complicada y vivieron una mala relación entre sus padres, por lo que son incapaces de tener una pareja estable.
No tuvieron oportunidad de identificarse positivamente con su propia madre y está bloqueado ese instinto desde el punto de vista psicológico.
La doctora Aminta Parra, psicóoga y sexóloga, en su papel de trabajo "la lucha femenina: ser mujer o ser persona", también describe otro grupo de féminas que no pudieron ser madres: "Aquellas que por su tren de vida, lo pospusieron. Ellas han tenido además una excelente relación de pareja, pero cuando ambas partes tomaron la decisión de tener hijos, fue demasiado tarde, porque la edad biológica de la mujer ya no fue la oportuna".
Hay dos motivos fundamentales para negarse a ser madres: porque no lo desean en vías de su superación personal y por sus dificultades personales.
En el primer caso es una decisión personal, donde la mujer rompe con los estereotipos tradicionales y antepone sus propios principios. Se trata de mujeres centradas en sus propios intereses que bloquearon el instinto materno.
El segundo grupo contempla a mujeres con poco amor hacia sí mismas y que padecieron una infancia difícil con ausencia de afecto por parte de su madre o el ambiente familiar que vivieron fue de hostilidad y pocas muestras afectivas en las relaciones interpersonales entre los miembros de su familia: "En su fuero interno tienen terror a repetir la historia y por esta razón toman la decisión de no ser madres."
"La maternidad es una opción gratificante para las mujeres, pero si se opta por no tenerla y se tiene bases psicológicas sólidas para tomar esta decisión, lo más probable es que en el futuro no cause mayores conflictos y se tenga la oportunidad de realizar la maternidad de forma simbólica con sobrinos o parientes cercanos o amistades. En cambio cuando se trata de mujeres que basan esta importante decisión por sus miedos internos, a veces no conocidos, es probable que experimenten en un futuro próximo mucha culpabilidad y frustración. En este caso una opción es acudir con un especialista para analizar la forma y el fondo del problema", concluyó.
Fuente: Papeles de trabajo de Unidad de Terapia y Educación Sexual UTES.
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